
Barcelona.
Si María dos Prazeres hubiera sabido que 140 nichos del cementerio de Montjüic se derrumbarían, no habría pagado por adelantado su tumba. Tenía setenta y seis años y había sido prostituta desde que su madre la vendió, siendo aún una niña, a un oficial primero de un barco turco que venía de Manaos hacia Barcelona. Aquí la dejó, cerca de la Avenida del Paralelo, “sin dinero y sin idioma”. Uno de los pocos recuerdos que tenía de su lugar de origen estaba relacionado con la inundación del Amazonas en su pueblo; ese día tuvo que ver “los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos”. Ella quería ser enterrada lo más lejos posible del agua y nada mejor que el camposanto más alto de la ciudad.
Antes de subir al cementerio de Montjüic hay una colección de carrozas fúnebres, en donde aparte de admirar la solemnidad y pompa de los funerales, queda claro que los estratos sociales no se extinguían con la muerte, por lo menos no a mediados del siglo XIX y ya entrado el XX. Carrozas aclimatadas para proteger al difunto, tiradas por seis, cuatro, dos o un caballo, con acabados en bronce, en plata, con plumas exóticas y de la madera más fina. Las había para ricos, niños, monjas, doncellas y viudas, para no tan pobres y para muy pobres, y se distinguían por sus nombres: Estufa, Grand Doumont, Gótica, Imperial, Blanca, Berlina, Araña; en ellas pasearon por la ciudad al escritor y pintor Santiago Rusiñol y al catalanista Enric Prat de la Riba, sus sepulcros son parte de las rutas artística e histórica del cementerio.

María dos Prazeres —que significa María de los Placeres— no hubiera clasificado en ninguna de las categorías de carrozas existentes por su profesión.…seguir leyendo en El Cisne: libros y espacios de El Espectador.
© Isabel-Cristina Arenas, Barcelona 2 de octubre de 2017
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