
Shiho es japonesa y Tzu-chun es china, se sientan juntas y charlan con tranquilidad, se ríen de los acentos al pronunciar sus nombres. Durante el descanso hablamos en español como idioma común porque, aunque estudiamos catalán, todavía no nos fluye con tanta facilidad. Les pido que escriban sus nombres en mi cuaderno de notas usando sus caracteres. A simple vista son muy parecidos: líneas elegantes, cortas, algunas un poco curvas. “Escribimos de arriba hacia abajo”, e imagino un pincel cargado de tradición, como sus países. Me cuentan que cuando usan caracteres simplificados pueden llegar a entenderse chinos y japoneses, por lo menos en forma global. Sin embargo, hablar es diferente, los sonidos pueden variar tanto que no hay nada en común, se necesitan las palabras escritas. También está Farida, que se sienta en la primera fila y con la que no habíamos hablado antes.
Shanghái, 1945, caen enlatados de carne amarrados a paracaídas de colores, también barras de chocolate, leche Klim y café. Caen sobre los campos destruidos, bañados por el río Yangtsé y la sangre de chinos, japoneses y europeos que viven allí. Entre la comida necesaria para sobrevivir también hay revistas: Reader’s Digest, Time y Life. Jim las recoge …continuar leyendo en El Espectador.
© Isabel-Cristina Arenas, Barcelona 18 de abril de 2016
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