
Ölés, ölelés, son dos palabras en húngaro que vienen de la misma raíz y significan matanza y beso, le dice Henrik a su amigo Konrád en El último encuentro de Sándor Márai. Inseparables durante la niñez y la tardía juventud, llevan cuarenta y un años sin verse: “Uno se pasa la vida preparándose para algo. Primero se enfada. A continuación, quiere venganza. Después espera”, dice Henrik, quien lleva todo este tiempo alistándose para el reencuentro con el que comienza la novela. Esa noche podrá hacer las dos preguntas que tiene calculadas; eran muchísimas más, pero el tiempo ha dejado para ese día las más importantes. Pide que la casa se prepare exactamente igual que la última vez, ese 2 de julio de 1899, piensa en usar su antiguo traje militar, pero se decide por el negro de arriba a abajo. Ofrecerá el mismo menú, los mismos vinos y el postre flameado. Krisztina, su esposa, ha muerto hace treinta y tres años, pero las velas azules que tanto le gustaban alumbran la mesa durante la cena.
Es una historia de amistad, de esas que duelen sin remedio, que parecen escritas para lastimar. De admiración, de diferencia, de silencio, de música y separación. Los dos amigos representan el Imperio Austrohúngaro: tradición, guerra, música, mezcla de culturas y patriotismos. En algún momento de la cena, Henrik dice: “Tengo que darte una sorpresa terrible, una revelación, y es que tú y yo seguimos siendo amigos”. No hay duda, es una sorpresa después de leer la novela. Henrik tiene 75 años, lleva décadas de soledad reflexionando sobre la amistad: es un servicio, no espera ninguna recompensa por sus sentimientos, es la relación más noble que existe, y muchas veces la camaradería, el compañerismo, o gustos similares pueden confundir su significado… continuar leyendo en El Espectador en el texto llamado Sándor Márai: se llama amistad.
© Isabel-Cristina Arenas, Barcelona 23 de julio de 2016
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