
Barcelona-París
Dos días antes de celebrar su santo y el de su esposo, mi vecina enviudó; eran Antonio y Antonia Palau. Ella me dice desde la ventana que conocía a su marido hacía sesenta y un años, y llevaban cincuenta y tres de casados, “noia, així és la vida”. Ella que tiene ojos tristes, pero siempre está muy alegre y conversadora, ahora lloraba. Le di el pésame y habló un rato más sobre la ausencia repentina de alguien querido y lo difícil que es acostumbrarse. Le recordé que cualquier cosa que necesitara sólo tenía que tocar la puerta o enviarme un Whatsapp, nuestro otro canal de comunicación aparte del pasillo que une su cocina y la mía. “Hoy voy por las cenizas, les cendres”, dijo, “me ha fallado el Palau”.
Iba a escribir sobre La bondad de las mujeres, de J.G. Ballard, o sobre El astillero, de Juan Carlos Onetti, pero ya no pude. Ahora repasaba quiénes eran mis vecinos, casi todos mayores y en esa soledad que no parece opcional. Doña Antonia no se me salía de la cabeza. Ella, que me habla a veces en español, a veces en catalán, que me pide que le quite el “doña” y la llame “Antonieta”, que me dice que viaje, que baile, que disfrute la vida y me envía chistes cada semana, me impulsó a cambiar de libro.
En el café de la juventud perdida (Anagrama, 2008), de Patrick Modiano, todo parece un pretexto para buscarse, para hacer memoria. …seguir leyendo en El Cisne: libros y espacios de El Espectador
© Isabel-Cristina Arenas, Barcelona 27 de junio de 2017
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